"Piel de pícaro" - Julián Martínez Isla

Piel de pícaro

Piel de pícaro
Julián Martínez Isla
Editorial Club Universitario
ISBN  9788499483511

"Piel de pícaro", es un relato encuadrado en el período de la posguerra, que viene a sumarse en un sentido amplio a la historia de la picaresca española. El narrador y personaje principal es el propio pícaro, el cual, desde el punto de vista de un adulto, relata en primera persona sus experiencias de niñez y adolescencia repletas de aventuras. En ellas va desarrollando una fuerte agudeza que le ayuda a sobrevivir en los duros tiempos de hambre y de miseria.

Humor, dramatismo y ternura se combinan de forma inseparable a lo largo de la novela, en la que el protagonista es presentado como un antihéroe empujado por el destino, víctima de la pobreza y de una desgracia familiar.


Julián Martínez Isla


Julián Martínez Isla, nacido en Bilbao es catedrático de latín y el autor de cuatro libros de mitología griega titulados "La mirada de los dioses", "Héroes, viajes y aventuras", "La guerra de Troya" y "Las aventuras de Odiseo".
Fiel a su inclinación por la narrativa, publica la novela "Piel de pícaro", de carácter muy diferente a sus obras precedentes, aunque comparte con ellas el gusto por la aventura y el vuelo libre de la imaginación.

Obras

  • Piel de pícaro (2011)
  • Las aventuras de Odiseo (1990)
  • La guerra de Troya (1990)
  • Héroes, viajes y aventuras (1990)
  • La mirada de los dioses (1990)


Comentarios

  1. “PIEL DE PÍCARO”. JULIAN MARTÍNEZ ISLA
    CAPÍTULO I. Mi infancia en Orihuela
    Preámbulo
    Ahora que ya conoces, querido amigo, una parte sustanciosa de mi vida, gracias al relato encontrado en la carpeta, quiero darte a conocer dónde he nacido, quienes fueron mis padres y aquellas raras circunstancias de mi vida a través de las cuales el destino me condujo de inocente a bellaco y de ingenuo a trapalón. En este tortuoso proceso comprenderás cuanto pueden contar los factores externos en la vida de un hombre y podrás valorar los tiempos difíciles que me tocó vivir. Si lo que viene a continuación es también de tu agrado, me daré por satisfecho del trabajo que me he tomado en relatarte una parte fundamental de mi existencia.
    I
    Cuando mis débiles párpados se abrieron por primera vez a la luz temblorosa de este mundo, mis ojos se toparon con un cielo azul trenzado de palmas, mecidas por un ritmo de triste habanera. Y es que yo, amigo mío, nací en Orihuela en un día incierto de un invierno pasmado de cañones, de hambre y de trincheras. Vine al mundo en aquel tiempo del año cuando las noches, al filo del solsticio invernal, se estremecían de frío, y la nieve caída en los campos patrios se teñía con el rojo de la sangre fraterna. Yo doy por cierto que, el día en que nací, el sol debió de estar deslucido y enfermo, la luna de cuarto menguante y los astros en conjunción imperfecta. No debió de brillar en mi cielo ninguna buena estrella, pues tengo la fundada sospecha de haber nacido ya estrellado.
    Cuentan de mí que tiraba desesperado de los pezones de mi madre y, al no encontrar en ellos suficiente alimento, berreaba y protestaba, como si el mundo me negara aquello que yo necesitaba, y rezongaba insatisfecho hasta que se calmaba mi hambruna. Y es que, por ser mi madre una persona delicada y enfermiza, quedó tempranamente tan escasa de leche que no pude tener el privilegio, como otros, de hartarme de ella y quedarme dormido con la última gota desbordándose en mis labios. Así pues en los primeros meses, me fui quedando flaco como un galgo, debido a lo cual, mis padres alarmados, me llevaron al médico. Cuando éste me vio, se admiró de cuánto había corrido yo la liebre; y, al mirar mi cara, toda ojos, afirmó que el hambre los había abierto en demasía, pero que no importaba, pues el peso que había perdido, lo había ganado en ligereza de entendimiento; que, al fin y al cabo, el peso podía ganarse, pero la listeza no podía ya perderse. Además, no había que lamentar demasiado que hubiera perdido unos gramos, si con ello había aprendido a ganarme la vida. De este modo gracias al galeno, cambié el pecho de mi madre por una tetina y, de un día para el otro, empecé a acariciar un vidrio en vez de un seno. Cuentan que, con el paso de lso meses, llegué a coger tanta afición a aquella mamadera que, una vez apurada, jugaba con ella entre mis manos, como si fuera mi juguete favorito.
    Mi hambre atrasada me hizo precoz en el lenguaje. A los siete meses, según mi madre, no cesaba de emitir unos gorjeos que indicaban un incontenible deseo de hablar y un incansable parloteo que me acompañaría toda la vida. Fue por esta precocidad por la que empezaron a llamarme Tempranico, de modo que este apodo abarcó en si mismo mi nombre y mi apellido, como un compendio de la esencia de mi ser. Tempranico me llamaron de niño y Tempranico siguieron llamándome por siempre cuantos aprendieron el mote.

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